(Por Juan Provéndola - Realpolitk) El martes 29 de octubre desandaba sus primeros minutos con total normalidad en Villa Gesell, lugar que como toda ciudad balnearia comienza en esa fecha a prepararse de cara a la venidera temporada de verano. La noche estaba serena y estrellada, las calles lucían vacías y los únicos que interrumpían la oscuridad y la quietud eran las farolas encendidas y los perros cimarrones que a esas horas salen a revolver los tachos de basura.
Pasada la medianoche del lunes acababa de llegar a la localidad costera en la que nací y me crié antes de hacer lo que tantos otros: emigrar a Buenos Aires para iniciar una carrera universitaria. Ni bien me bajo del auto sobre la Avenida Buenos Aires casi playa, escuché unos ladridos relativamente cercanos que fueron interrumpidos por un sonido similar al de una detonación. Quizás alguien había tirado algo contra el piso para acabar con el barullo canino, pensé: nada fuera de lo normal. Entré al departamento del amigo que me alojaba, acomodé mi bolso en el piso y fui hacia la cocina para hervir agua en una pava y preparar un té mientras conversábamos de temas varios.
De repente, un estruendo nos conmovió por completo: las puertas y los vidrios se sacudieron mientras el piso bamboleaba como si fuera la cubierta de un barco. Por un segundo creímos que se trataba de un tsunami: estábamos a metros del mar y toda hipótesis era posible ante ese escenario absolutamente infrecuente. El reloj marcaba las 0.20 horas.
Después de la perturbación inicial, nos asomamos con mi amigo por la ventana hacia la calle para mirar de reojo lo que pasaba en la playa: el oleaje estaba sereno y todo seguía en su lugar. Una segunda opción podía ser la de la explosión de una garrafa, algo más probable en una ciudad que no dispone por completo de gas natural.
Nos quedamos charlando en el balcón y preguntándonos qué había pasado sin encontrar aún una explicación. Hasta que dos minutos después una inmensa nube de polvo y arena invadió el aire por completo. El olor era similar al que uno siente cuando se cae una pared, esa inconfundible mezcla de cemento y humedad. Por la otra esquina, la de las avenidas Buenos Aires y 1, un racimo de gente empieza a gritar y a correr. Sin sopesar las consecuencias, bajamos a la calle y dimos vuelta a la manzana buscando el foco de la polvareda. Lo que vimos al llegar parecía ciencia ficción: la torre de diez pisos del Dubrovnik, un apart hotel de casi cuarenta años de antigüedad en Villa Gesell, había desaparecido por completo en medio de la noche.
En la avenida 1 entre el Paseo 103 y la Buenos Aires, precisamente donde estaba el acceso al Dubrovnik, yacía un portón de madera de más de cinco metros que había sido arrancado completo hacia la calle por la furia del colapso. Todos preguntábamos y ninguno entendía demasiado. Una señora con dos niños salen hacia la vereda desde un departamento frontal del Alfio I, edificio lindero al apart hotel derrumbado. La mujer contó que estaba haciendo un vivo por TikTok cuando sintió un temblor estremecedor y decidió entonces evacuar la vivienda porque tenía el dato de que pocos minutos antes se había producido un terremoto en Colombia. Recién después ella y todos los que estábamos allí supimos que en su caída el Dubrovnik se había devorado toda la parte trasera del Alfio I.
En un lapso de una hora la cuadra se llenó de vecinos curiosos (entre ellos, nosotros) y aparecieron los primeros vehículos oficiales: tres patrulleros, una ambulancia y un coche bomba del cuartel de bomberos de Villa Gesell. Fueron éstos últimos los que realizaron un primer rescate que no fue registrado por los medios que llegaron formalmente recién en los primeros albores de la mañana del martes: una pareja de ancianos que ocupaba un departamento Alfio I en la parte que no se había derrumbado fue socorrida con una escalera apoyada en la ventana del dormitorio, a la altura del segundo piso de este edificio. Fue lo único que llegue filmar antes de volver al lugar donde estaba parando, ya que la policía había fajado la zona y nos pedía que desalojáramos la cuadra.
A primera hora de la mañana sentí ruidos de todo tipo desde la calle: un perímetro de varias cuadras a la redonda estaba cortado para facilitar el despliegue del operativo que incluyó centenas de efectivos, rescatistas, médicos y funcionarios varios, además de vehículos de todo tipo. El departamento que ocupaba había quedado dentro de la zona de exclusión y mi auto entre medio de dos de los numerosos gazebos donde el personal dedicado a las tareas empezaba a desplegar una misión sensible: retirar toneladas de escombros para buscar a quienes habían quedado atrapados allí. Ahí me enteré de la noticia más perturbadora: nueve personas estaban durmiendo en el Dubrovnik cuando éste se vino abajo y solo dos lograron escapar. Eran dos albañiles que fueron detenidos a las pocas horas y permanecieron en la comisaría primera alrededor de una semana.
Cerca del mediodía del martes fue encontrada otra pareja de jubilados que también ocupaba un departamento del Alfio I, aunque estos estaban en la parte del edificio que fue devorada por el Dubrovnik. Entre los escombros aparecieron Federico Ciocchini, de 84 años, a la sazón la primera víctima fatal registrada, y su esposa, María Josefa Bonazza, de 79, única persona encontrada con vida debajo de las ruinas de cemento y acero. Josefa fue trasladada en avión sanitario hasta el hospital interzonal de Mar del Plata, luego a un nosocomio de Balcarce (su ciudad de origen) e incluso llegó a recibir el alta, aunque una complicación en su cuadro obligó a internarla en terapia intensiva, donde falleció en la mañana del jueves 28 de noviembre.
Mientras avanzaban las tareas durante la primera jornada posterior a la catástrofe, se confirmaban al mismo tiempo los paraderos de las siete personas que eran buscadas con la expectativa de que aún sobrevivieran. Rosa Stefanic, de 52 años, era la dueña del Dubrovnik hasta que lo vendió a la firma Parada Liniers SA en abril pasado, aunque aún permanecía habitando un departamento del apart hotel a la espera de que se terminara de construir una casa en la vecina ciudad de Madariaga. También estaban su sobrino Nahuel Stefanic, de 25, y su compañera Dana Desimone, de 28, quienes según diversos testimonios seguían trabajando en el complejo. Y cuatro albañiles que habían sido contratados para distintas obras de refacción y vivían allí porque venían de otros lados: el carpintero de Merlo, Fabian Gutiérrez (54) y los plomeros marplatenses Mariano Troiano (47), Matías Chapsman (27) y Ezequiel Matu (38).
Aunque Villa Gesell transcurrió sus actividades con relativa normalidad (fue decretado un duelo de tres días), la ciudad se vio invadida por un halo de tristeza y oscuridad frente a una catástrofe que no encuentra antecedentes en la historia de la costa atlántica argentina. Cierta pulsión de muerte rodea la cotidianeidad de un pueblo que tan solo en la última década anfitrionó la caída de un rayo en pleno verano que acabó con la vida de tres personas y el brutal asesinato del joven Fernando Báez Sosa a manos de diez rugbiers frente al boliche Le Brique. Nada puede ser igual después de semejantes episodios.
Además del edificio Alfio I, en las inmediaciones de la torre de diez pisos se encontraba también otra de tres niveles en la que funcionaban un estacionamiento, una confitería y la recepción del Dubrovnik (construcción que se mantuvo intacta, salvo por el portón violentamente eyectado en la madrugada del martes 29), además del vecino hotel Medamar. Ese entorno volvió dificultoso el acceso a la zona del derrumbe y el retiro de las toneladas de escombros allí acumuladas. Por eso fue necesario convocar el servicio de distintas grúas, entre ellas la más grande de Sudamérica.
Con el paso de los días se fueron sucediendo las noticias que nadie quería oír: uno por uno aparecieron los cuerpos sin vida de otros siete alojados en el Dubrovnik que no habían logrado escapar. El último hallazgo fue el de Dana, el jueves 7 de noviembre a la tarde, cuando el trabajo ya reportaba extenuación entre las centenas de socorristas y también entre los familiares que permanecieron expectantes en los gazebos instalados en la zona vedada al acceso público. Aún quedaban todavía escombros por retirar, tarea que continuó hasta el domingo, cuando los camiones realizaron los viajes finales hacia el Corralón Municipal donde aún hoy permanecen varios restos del derrumbe por pedido de la fiscalía que lleva adelante la causa.
Después de casi dos semanas de remoción, la zona quedó liberada de ruinas y se inició entonces la segunda etapa: las pericias técnicas para intentar determinar las causales del colapso. La fiscal geselina Verónica Zamboni lleva adelante una investigación que tiene la carátula de estrago culposo agravado y encuentra de momento una docena de imputados. Entre ellos aparecen el empresario Antonio Arcos Cortés, actual dueño del Dubrovnik, tres arquitectos señalados como los directores de las distintas obras que se estaban realizando simultáneamente, tres contratistas, dos ascensoristas y cuatro albañiles. Las hipótesis son varias pero enfocan hacia un mismo punto: la posibilidad de que se hayan alterado las estructuras del edificio ya sea por negligencia, por realizar tareas que no contaban con habilitación o bien por problemas que la construcción tenía de vieja data. Quizás el tiempo logre dar respuesta a un hecho anómalo pero fatal que acabó con nueve vidas y necesita encontrar explicaciones para que Villa Gesell recupere la calma que tenía hasta la madrugada del 29 de octubre de 2024. (www.REALPOLITIK.com.ar)